Juan
sabe que ya es navidad por el frío que siente en los huesos cada noche. La
brisa helada que acompaña a esas fechas, unida al gélido abrazo de la soledad. La
medicina para combatirlas descansa a su lado, atrapada dentro del cristal verde
que, en festividades tan solemnes, sustituye al acostumbrado cartón de vino. Porque
para este mendigo las navidades son fechas en las vuelven los recuerdos. Los putos
recuerdos.
¿Cuánto
ha pasado ya? Si no se equivoca, pronto cumplirá dos décadas convertido en un
ser invisible para la sociedad. Veinte años al raso, contando estrellas como
antes contaba cuentos a las noches a la pequeña Sara. Veinte años sin disfrutar
de su sonrisa, sin el abrazo de Eva en aquella cómoda cama, cuando al fin la
niña se dormía. Veinte años desde que un semáforo estropeado se lo arrebató
todo.
Unas
lágrimas se abren paso entre la mugre que cubre su cara, como cada vez que
recuerda ese día. Una llamada de teléfono al trabajo, preguntando por él. Al otro
lado, un policía de voz temblorosa dispuesto a anunciar su condena. Antes de
acudir al depósito a reconocer los cuerpos ya se había tomado dos botellas de
whisky barato, y ni siquiera esa anestesia sirvió de mucho. Su vida, toda su
vida, descansaba en dos habitáculos refrigerados. Sus gritos de dolor fueron la
confirmación que necesitaba el forense.
Nunca
volvió a casa. Salió a la calle con lo puesto, en busca de más alcohol, y
despertó al alba tumbado en un banco, cubierto por sus propios vómitos. Con la
mente aún nublada, emprendió una huida hacia la nada, creyendo que si daba la
espalda a sus recuerdos estos acabarían borrándose. Craso error.
Desesperado,
Juan busca la botella y arranca el corcho con los pocos dientes que le quedan.
Dos tragos largos, hasta que el vino picado se desborda por sus labios y siente
que se ahoga. El mendigo tose, ya no por el frío, sino porque su medicina se le
ha atascado en la garganta.
Al
mirar a su alrededor, el parque se descubre borroso. A lo lejos se oye, de vez
en cuando, el tráfico que pasa por la carretera cercana. A veces escucha voces
de personas que cruzan por la zona verde. Ya está acostumbrado a esa rutina
sonora, no en vano lleva casi un lustro viviendo allí, a resguardo entre unos
matorrales y un frondoso pino que cuando hace viento parece acariciar el cielo.
Siempre
que pasa un camión se estremece con su traqueteo. Después imagina el golpe, oye
los cristales rotos y el rechinar de metal contra metal. A veces, si se
esfuerza, las oye a ellas. Pidiendo auxilio. Llamándole. La misma pesadilla
durante veinte malditos años.
Era
navidad, recuerda. Fechas de ilusión y alegría, pero también de dolor y agonía.
A las mañanas, cuando busca por los contenedores del barrio algo que llevarse a
la boca, ve a la gente creyendo esa mentira, sin saber que las heridas del alma
no entienden de calendarios. Y sabe que no es el único que esos días sufre en
silencio la pérdida de un ser querido. ¿Cómo se le puede pedir que sonría a
alguien que ha perdido aquello que le daba sentido a su vida?
Algunas
veces piensa que todo pudo ser diferente. Que quizá habría logrado afrontarlo.
Es muy fácil engañarse, y casi tan placentero como el beso de buenas noches al cuello
de la botella. Hubo un tiempo en el que lo intentó, oyendo los cantos de sirena
de aquellos voluntarios que venían hasta su árbol con café, algo de comida y
mantas. Estuvo tentado de acompañarlos, pero nunca dio el paso, por miedo a
enfrentarse a algo mucho peor. No, desde luego ya no había tiempo para volver
atrás.
Juan
tose de nuevo, y siente como si unos cuchillos le atravesasen los pulmones. Ya
no se mira la mano con la que se ha tapado la boca, sabe que el guante volverá
a tener sangre. En cambio, busca de nuevo la botella y la apura con la
sensación de que es su último trago.
Veinte
años. Faltan sólo tres días para que se cumplan, pero intuye que no sobrevivirá
tanto. Lo sabe desde que vio ese árbol en medio del parque, tan parecido al abeto
de navidad que justo el día antes habían puesto en el salón. Aquel debía ser su
hogar. El sitio donde esperarlas.
Sara…
Eva… Ellas fueron el mejor regalo que le dio la vida, y ahora él sólo espera poder
volver a verlas. Por eso aguarda bajo el árbol, envuelto en unas mantas, con la
esperanza de que salgan de entre las sombras para llevárselo con ellas.
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