Crítica de la novela Los niños que ya no sonríen de Fran Santana
A Fran Santana le debo mis últimas noches de
insomnio y esas ojeras que día a día iban creciendo. No en vano, desde que su
novela cayó casi por azar en mis manos me ha resultado muy difícil dejar de
leerla. Arropado bajo la manta, dejaba cada día el cansancio a un lado para
seguir de cerca las desventuras del inspector Yago Mellado, de Noe y del resto
de variopintos personajes que se prestan al juego del autor. Porque Los niños que ya no sonríen es uno de esos
tesoros literarios por los que no importa amanecer convertido en un zombi que
rebusca café por casa. La calidad de su historia y los giros de su trama bien
merecen este sacrificio.
Al autor se le ha llamado el Stieg Larsson
vasco, un título acertado para alguien capaz de adaptar la ciudad de Bilbao y
sus alrededores a los cánones más sórdidos de la novela negra nórdica que nada
envidian a otro clásico de este estilo, Jens Lapidus, y su trilogía negra de
Estocolmo. Pero si en el caso de Larsson sus tres novelas tenían como columna
vertebral la violencia contra las mujeres, en este caso la obsesión de Santana se
dirige hacia los niños como víctimas del horror.
La defensa de estos seres inocentes es la excusa
para que un misterioso asesino plantee por separado a Mellado y a su exmujer,
Noe, una truculenta misión que deben cumplir. La amenaza de la muerte de un ser
querido si no obedecen como mansos corderitos les conducirá por una serie de
escenarios en los que, poco a poco, irán descubriendo una desagradable realidad
mientras se pone a prueba su resistencia y lealtad. Como telón de fondo se
despliega una venganza del pasado contra unos seres despiadados.
Todo ello compone una trama de sorpresas
encadenadas que demuestran cómo nada es lo que parece, y arrastran a ambos
protagonistas hasta su destino final, sin saber que son meras marionetas en
algo mucho más grande.
Adentrarse en los secretos de Los niños que ya no sonríen es todo un
placer, ya que el autor muestra en la novela una oscura realidad sin filtros
que la edulcoren, lo que provoca en los lectores un proceso de reflexión. Todo
ello narrado en un estilo claro, de gran riqueza literaria, y en el que las
descripciones facilitan que la imaginación recree cada escena con todo detalle.
Y por ello quiero hacer un guiño a la forma
de titular la saga Millenium nombrando a Santana ‘El hombre que escondía su
talento’. ¿Por qué? Este joven vizcaíno dio forma a esta obra maestra no como
un hobby, sino como una manera de sobrevivir al perder su trabajo como albañil
y sumirse en un largo periodo de desempleo. Día a día este autor, que desde
niño había admirado a astros como Stephen King, fue creando algo grandioso. Pero
por desgracia no encontró una editorial que se rindiera ante su talento. Los niños que ya no sonríen tuvo que
recurrir al complicado mundo de la autoedición, aunque desde allí alcanzaría el
éxito que permitió a Santana publicar luego bajo un sello de prestigio.
Y es por ello por lo que, para concluir,
quiero mostrar mi tristeza ante este hecho. Que un libro con la calidad del que
nos ocupa haya sufrido el rechazo inicial de las editoriales tradicionales dice
mucho de un sistema que deja escapar verdaderas joyas a la hora de aplicar sus
filtros y desconfiar de autores nóveles que no garantizan un flujo de ventas
similar al de los ya consagrados. Por suerte, para esta novela existió una
segunda oportunidad. Me alegro por ella.
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