El instinto
de Miguel hizo saltar las alarmas nada más levantar la tapa del contenedor. Se
estaba acostumbrando poco a poco a revolver entre las basuras ajenas, y ya
lograba intuir el contenido de las bolsas con sólo echar un pequeño vistazo. Por
eso, al ver la enorme bolsa negra que sobresalía entre los desperdicios comprendió
que le había tocado el premio gordo. Excitado por la emoción, se acercó hasta
su carrito para coger el gancho con el que capturaba sus tesoros. La barra de
hierro se convirtió en una prolongación de su brazo, y tanteó el plástico en
busca de un orificio al que engancharse.
Aquella
tarea no era fácil, aunque el joven ya tenía cierta destreza. Al final,
apartando un par de bolsas pequeñas, logró dejar al descubierto las asas de la
que le interesaba, e introdujo en ellas el borde curvo del gancho. Miguel empezó
a tirar despacio, consciente de que el bulto era demasiado pesado, y logró
moverla unos centímetros.
Lentamente,
la bolsa se acercó a la pared del contenedor, aunque no había la suficiente
altura como para llegar a ella con la mano. Por eso Miguel afianzó el gancho y
empezó a elevar el bulto. “Dios, pesa demasiado”, murmuró mientras tiraba,
preocupado por tener las dos manos ocupadas en el proceso. Cuando ya estaba a
su alcance tuvo que liberar una de ellas, y entonces sucedió el desastre.
La gravedad
reclamó la bolsa como suya, haciendo que el joven perdiese el equilibrio y el
bulto cayera, no sin antes sufrir un fuerte desgarro por culpa del gancho. Su
contenido cayó hasta el fondo del contendedor, y Miguel soltó una maldición.
No, desde
luego no se había equivocado al escoger la bolsa. Contenía justo lo que él más
ansiaba, aquella mercancía por la que se lanzó meses atrás a revolver como un
desesperado el interior de los contenedores. El único problema era que ahora resultaba
imposible llegar hasta ellos con el gancho.
Sólo había
una opción.
Miguel levantó
la tapa todo lo que pudo, dejando un buen hueco libre, y se inclinó hacia el interior
del contenedor, retorciendo el cuerpo todo lo que pudo antes de dejarse caer dentro.
Las bolsas amortiguaron el golpe, aunque la tapa cayó, dejándole a oscuras. No
era su primera aventura dentro de uno de estos recipientes de plástico, por lo
que sacó la linterna que siempre llevaba en el bolsillo e iluminó el interior.
Allí
estaban, a su alcance. Al menos una veintena de libros. Tapa dura. Bien
cuidados. Miguel cogió uno de ellos y se lo acercó a los ojos, sorprendido. Era
raro encontrar en la basura una novela de Connelly, y aún más complicado que
ésta fuera ‘El eco negro’. Su corazón empezó a latir con fuerza mientras cogía
otro tomo. ‘Cauces de maldad’, del mismo autor. Un rápido repaso le mostró que
allí reposaba la colección completa de su escritor favorito, aquel al que hasta
ahora sólo había podido leer mediante el préstamo en la biblioteca.
Era su día
de suerte, eso estaba claro. Poco importaba que se encontrase atrapado dentro
del contenedor, pues había descubierto un tesoro. Con la linterna en la boca,
Miguel levantó la tapa y echó al exterior uno de los libros. Le siguió otro, y
otro más, hasta que dentro no quedó ninguno.
Entonces,
haciendo un gran esfuerzo, el joven se levantó e intentó salir del contenedor.
El margen de maniobra era muy diferente ahí dentro que el del exterior, aunque
sabía que era posible hacerlo. Y poco a poco asomó medio cuerpo.
Entonces lo
vio. Alguien estaba junto a su carro, agachado en el suelo. Examinando uno de
los libros. Miguel sintió pánico, y se apresuró en su intento de salir del contenedor
para evitar perder la colección de Connelly. Sin suerte. Un mal movimiento hizo
que la tapa cayera sobre su espalda, apresándole.
El joven
aulló de dolor, y su lamento sobresaltó al desconocido, que se giró asustado
mientras apretaba el libro contra su pecho. Por un instante sus miradas se cruzaron,
la de Miguel llena de odio y la de aquel hombre cegada por la codicia.
Miguel le
vio echar todos los libros dentro del carro. Pidió auxilio a gritos, pero nadie
más pasaba por aquella apartada calle. El ladrón le daba la espalda, ajeno a
los insultos y la demanda de socorro. Recogía las novelas todo lo deprisa que
podía, y cuando no quedó ninguna sobre la acera echó a correr, arrastrando el
carrito.
Miguel,
lleno de rabia, le insultó mientras sus piernas pateaban el interior del
contenedor. Vio cómo se perdía en la distancia y empezó a llorar. No le
importaba estar atrapado, ni el dolor que sentía en la espalda. No, toda su
lástima se dirigía hacia los pobres libros que le habían arrebatado delante de
sus narices. Aquellos que con tanto esfuerzo había rescatado.
“Asco de
vida”, protestó entre dientes, resignado a esperar a que llegase alguien que le
ayudase a salir de la prisión en la que se había convertido el contenedor de
reciclaje.
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