lunes, 12 de marzo de 2018

Tesoros


El instinto de Miguel hizo saltar las alarmas nada más levantar la tapa del contenedor. Se estaba acostumbrando poco a poco a revolver entre las basuras ajenas, y ya lograba intuir el contenido de las bolsas con sólo echar un pequeño vistazo. Por eso, al ver la enorme bolsa negra que sobresalía entre los desperdicios comprendió que le había tocado el premio gordo. Excitado por la emoción, se acercó hasta su carrito para coger el gancho con el que capturaba sus tesoros. La barra de hierro se convirtió en una prolongación de su brazo, y tanteó el plástico en busca de un orificio al que engancharse.
Aquella tarea no era fácil, aunque el joven ya tenía cierta destreza. Al final, apartando un par de bolsas pequeñas, logró dejar al descubierto las asas de la que le interesaba, e introdujo en ellas el borde curvo del gancho. Miguel empezó a tirar despacio, consciente de que el bulto era demasiado pesado, y logró moverla unos centímetros.
Lentamente, la bolsa se acercó a la pared del contenedor, aunque no había la suficiente altura como para llegar a ella con la mano. Por eso Miguel afianzó el gancho y empezó a elevar el bulto. “Dios, pesa demasiado”, murmuró mientras tiraba, preocupado por tener las dos manos ocupadas en el proceso. Cuando ya estaba a su alcance tuvo que liberar una de ellas, y entonces sucedió el desastre.
La gravedad reclamó la bolsa como suya, haciendo que el joven perdiese el equilibrio y el bulto cayera, no sin antes sufrir un fuerte desgarro por culpa del gancho. Su contenido cayó hasta el fondo del contendedor, y Miguel soltó una maldición.
No, desde luego no se había equivocado al escoger la bolsa. Contenía justo lo que él más ansiaba, aquella mercancía por la que se lanzó meses atrás a revolver como un desesperado el interior de los contenedores. El único problema era que ahora resultaba imposible llegar hasta ellos con el gancho.
Sólo había una opción.
Miguel levantó la tapa todo lo que pudo, dejando un buen hueco libre, y se inclinó hacia el interior del contenedor, retorciendo el cuerpo todo lo que pudo antes de dejarse caer dentro. Las bolsas amortiguaron el golpe, aunque la tapa cayó, dejándole a oscuras. No era su primera aventura dentro de uno de estos recipientes de plástico, por lo que sacó la linterna que siempre llevaba en el bolsillo e iluminó el interior.
Allí estaban, a su alcance. Al menos una veintena de libros. Tapa dura. Bien cuidados. Miguel cogió uno de ellos y se lo acercó a los ojos, sorprendido. Era raro encontrar en la basura una novela de Connelly, y aún más complicado que ésta fuera ‘El eco negro’. Su corazón empezó a latir con fuerza mientras cogía otro tomo. ‘Cauces de maldad’, del mismo autor. Un rápido repaso le mostró que allí reposaba la colección completa de su escritor favorito, aquel al que hasta ahora sólo había podido leer mediante el préstamo en la biblioteca.
Era su día de suerte, eso estaba claro. Poco importaba que se encontrase atrapado dentro del contenedor, pues había descubierto un tesoro. Con la linterna en la boca, Miguel levantó la tapa y echó al exterior uno de los libros. Le siguió otro, y otro más, hasta que dentro no quedó ninguno.
Entonces, haciendo un gran esfuerzo, el joven se levantó e intentó salir del contenedor. El margen de maniobra era muy diferente ahí dentro que el del exterior, aunque sabía que era posible hacerlo. Y poco a poco asomó medio cuerpo.
Entonces lo vio. Alguien estaba junto a su carro, agachado en el suelo. Examinando uno de los libros. Miguel sintió pánico, y se apresuró en su intento de salir del contenedor para evitar perder la colección de Connelly. Sin suerte. Un mal movimiento hizo que la tapa cayera sobre su espalda, apresándole.
El joven aulló de dolor, y su lamento sobresaltó al desconocido, que se giró asustado mientras apretaba el libro contra su pecho. Por un instante sus miradas se cruzaron, la de Miguel llena de odio y la de aquel hombre cegada por la codicia.
Miguel le vio echar todos los libros dentro del carro. Pidió auxilio a gritos, pero nadie más pasaba por aquella apartada calle. El ladrón le daba la espalda, ajeno a los insultos y la demanda de socorro. Recogía las novelas todo lo deprisa que podía, y cuando no quedó ninguna sobre la acera echó a correr, arrastrando el carrito.
Miguel, lleno de rabia, le insultó mientras sus piernas pateaban el interior del contenedor. Vio cómo se perdía en la distancia y empezó a llorar. No le importaba estar atrapado, ni el dolor que sentía en la espalda. No, toda su lástima se dirigía hacia los pobres libros que le habían arrebatado delante de sus narices. Aquellos que con tanto esfuerzo había rescatado.
“Asco de vida”, protestó entre dientes, resignado a esperar a que llegase alguien que le ayudase a salir de la prisión en la que se había convertido el contenedor de reciclaje.  



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