Apoyado en la barra del bar, Lucien devoraba el contenido
de su ración de ibéricos ante la mirada aterrada del camarero y un parroquiano
a quien su visita le había pillado en el baño, dejándole sin oportunidad para
escapar.
—¡Pero qué maravilla de manjar! ¡Es delicioso! —aseguró
el extraño ser mientras introducía lonchas de lomo por sus tres bocas—. ¿Cómo
conseguís que esté tan bueno?
A pesar del miedo que le producía ese cliente y su modo
de mirarlo todo desde las cuatro antenas que brotaban del lugar donde debería
tener ojos, Tomás se sonrojó por el halago.
—Es que aquí traemos lo mejor, señor. Que no se diga que
no cuidamos a los nuestros —explicó sacando pecho.
—Curioso... ¿Y a quién me estoy comiendo?
Aquella horrible pregunta sólo podía provenir de un ser
cuya piel brillaba en tonos anaranjados, su cuerpo medía más de dos metros y
contaba con cuatro brazos y seis piernas. El camarero quiso santiguarse, pero
no sabía si ese monstruo se ofendería por el gesto. Igual era ateo.
—Es cerdo. Ibérico.
—Entonces... ¿No
es humano?
—No, por Dios. Aquí... No hacemos eso...
—Pues en mi tierra la costumbre es esperar a que un
familiar coja peso, al menos doscientos kilos. Entonces usamos el láser de
trinchar y preparamos raciones.
El cliente se desmayó al oírlo.
—¿Y se lo comen así? ¿Sin más? —preguntó Tomás, aterrado.
—¿Acaso piensa que somos salvajes? Por supuesto que no. Tenemos un recetario oficial —respondió, ofendido.
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